la medula espinal de los gatos

mayo 17, 2012

Vio la mano


Vio la mano. Imagino que se le agrandaban las pupilas. No entendía las voces que venían
caminando por el pasillo. Sentía la amenaza al descubrimiento en la misma frase "Flaco tráeme la toalla". Pero estaba inmovilizado en la imagen:
La mano y la sangre
 La mano con sangre
La mano y el arma
La mano con el arma
La envenenada
La enferma
La culpable
del gesto plástico en el rostro de una mujer que yace. Yace con el pecho desnudo donde se pierde cualquier certeza de salud mental. Se da cuenta, y entonces respira para adentro. Se da cuenta que va a necesitar un abogado y las explicaciones a la policía y los otros presos y las barras de hierro y mi vieja y mi viejo y mi casa y mi cama. Lamentable.
Sin embargo todavía no puede quitarse de la imagen: la mano con sangre.
La mano con sangre que se sostiene en el aire como por arte de magia.
Y tiene que huir, pero tiene que devolver la llave
y pasar por el sentimiento de incomodidad insoportable.

Y de nuevo: Flaco la toalla...
                                    Eh flaco...
                              ¡Me falta una toalla flaco!
                         ¡Flaco!
           Sí flaco vos...
¡Eh!
Empieza a sentir que los músculos se le contraen. Recuerda su posición fetal en el vientre de su madre, o bien,  se la imagina. Espera la calma -esa calma-. De pronto siente la contracción en sus vísceras. Como si una arteria se encargara de coser su estomago a su corazón y éste a su hígado, y así. Y ceñirlos, ajustarlos entre sí y sobre sí mismos, hasta más no poder. Y le duele. Le duele pero no puede hacer nada. Algún intento de movimiento seria como condenar a la hoguera al poema ferpecto.

Sabe que es una locura actuar como humano, pero una locura peor sería el intento de escapar. De escapar del torbellino de voces que lo envuelve. El torbellino que, a destiempo del pulso, lo sana
                                                                                                                                                                y lo salva.

Sale del trance a causa del gemido.
Vive.
Hace un gesto con la boca que serviría para ejemplificar cualquier teoría sobre la decadencia.
Y bueno, sí entre toda esta chatarra estamos obligados a nadar. La gloria es saber cómo tomar aire. Y entonces él repite el gesto. Se tranquiliza.
Y ya no importa el cauce de la sangre. Ni Andrés.